He resumido, en sucesivas intervenciones, cómo se desarrollaron los acontecimientos en torno al alzamiento del 18 de septiembre de 1868 y el posterior despliegue de toda una serie de medidas secularizadoras por parte de las Juntas Revolucionarias, confirmadas en buena parte por el Gobierno Provisional, así como la tímida reacción episcopal y popular, centrada principalmente en la protesta en contra de la supresión de la mitad de los conventos de monjas como consecuencia del decreto de 18 de octubre de 1868, y también en la anunciada (que no proclamada todavía) libertad de cultos.
También he apuntado, cómo desde el principio se produjo una ruptura en la coalición revolucionaria. Una parte de los demócratas se mantuvo unida a progresistas y unionistas, a pesar de su exclusión del Gobierno Provisional; pero la mayoría, con José María Orense, miembro inicial del Partido Democrático, al frente, pasó a formar parte de un nuevo partido, el Republicano Federal, a partir del Manifiesto del Gobierno que se decantaba hacia la Monarquía. Las ideas de ambos grupos (Partido Progresista, Unión Liberal y Partido Democrático, por una parte, y Partido Republicano Federal, por otra) no solo variaban en lo relativo a la forma de Gobierno, sino también, y muy nítidamente, en las relaciones que pretendían mantener con la Iglesia católica.
A partir del 11 de febrero de 1869, las sesiones de las Cortes Constituyentes dieron lugar al planteamiento explícito de dos nuevos modelos de Estado, en los que ocupaba un lugar primordial el problema religioso. Las dos grandes cuestiones que se abordaron en el proyecto de Constitución fueron la libertad de cultos y las relaciones entre el Estado y la Iglesia católica. La formulación definitiva de ambas cuestiones iba a constituir el principal motivo de oposición de la Iglesia y el clero español a la Constitución y su desarrollo legislativo.
También he apuntado, cómo desde el principio se produjo una ruptura en la coalición revolucionaria. Una parte de los demócratas se mantuvo unida a progresistas y unionistas, a pesar de su exclusión del Gobierno Provisional; pero la mayoría, con José María Orense, miembro inicial del Partido Democrático, al frente, pasó a formar parte de un nuevo partido, el Republicano Federal, a partir del Manifiesto del Gobierno que se decantaba hacia la Monarquía. Las ideas de ambos grupos (Partido Progresista, Unión Liberal y Partido Democrático, por una parte, y Partido Republicano Federal, por otra) no solo variaban en lo relativo a la forma de Gobierno, sino también, y muy nítidamente, en las relaciones que pretendían mantener con la Iglesia católica.
JOSÉ MARÍA ORENSE
José A. Perlado ha dividido a los diputados constituyentes entre una izquierda formada por los defensores del librecultismo, a la que considera fruto de un afán político liberal y de un ateismo utilitarista, y una derecha constituida por los que luchaban por mantener el confesionalismo, como posición tradicional. Entre ambas tendencias, sitúa lo que él llama “posiciones moderadas”, que buscaron, “sin ceder un solo palmo en sus puntos fundamentales, cauces de actualización para el problema religioso”. Con la división de Perlado se distinguen tres proyectos de Estado diferentes y, con ellos, tres maneras de afrontar la cuestión religiosa: Uno encaminado a cambiar completamente las relaciones Iglesia-Estado, otro dispuesto a modificarlas relativamente y un tercero que pretendía mantenerlas tal como estaban antes de la revolución. Pero, en mi opinión, el término “librecultismo” es más complejo y más sujeto a matizaciones de lo que expresa la división de Perlado, pues fue precisamente el centro el que impuso la libertad de cultos, aunque esta fuera menos radical que la deseada por la izquierda.
Santiago Petschen ha analizado las intervenciones parlamentarias sobre los artículos veinte y veintiuno de la Constitución (luego refundidos en el último), que contienen lo que él denomina “el elemento nuclear” de las relaciones Iglesia-Estado. Reuniendo las distintas ideologías de la Cámara, diferencia un centro amplio, liderado por los progresistas y apoyado por los demócratas y una fracción de los unionistas; un ala izquierda, republicana, y un ala derecha, representada por el inmovilismo de los tradicionalistas, apoyados por tres diputados pertenecientes al Clero (el cardenal Cuesta, el obispo Monescillo y el canónigo Manterola) y el conservadurismo de la derecha unionista.
La posición de los progresistas no era monolítica. Su ideología propugnaba la adaptación constante a la realidad de cada momento, lo que daba lugar a distintas posiciones dentro del partido, pues cada cual podía entender de manera diferente cuáles eran las exigencias de cada momento. Eso explica que, dentro de las coincidencias generales, se dieran posiciones tan distintas como la profunda identidad católica de Montero Ríos o el supuesto “furibundo anticlericalismo” de Ruiz Zorrilla.
La ideología republicana, tan poco homogénea como la liberal, era sin embargo más concreta en lo relativo a la cuestión religiosa. A pesar de sus diferencias, todos los republicanos estaban de acuerdo en la necesidad de separar la Iglesia y el Estado. Los republicanos católicos opinaban que la Iglesia como institución había constituido históricamente un obstáculo para el progreso y esta resistencia era contraria al espíritu del Evangelio. Para ellos, la separación de la Iglesia católica de la tutela del Estado y de los intereses temporales le ayudaría a purificarse y ejercer la exclusiva función espiritual que siempre debió haber mantenido. Los agnósticos o ateos coincidían en su visión sobre la decadencia de la Iglesia como institución y, además, juzgaban a la religión como perjudicial para el hombre, aunque aceptaban su existencia por respeto a la libertad individual como principio fundamental.
En oposición a las ideas renovadoras de los revolucionarios, monárquicos o republicanos, el grupo parlamentario tradicionalista, formado por los neocatólicos y los carlistas partidarios de plantear la lucha desde dentro de las Cortes, mantenía una mentalidad íntimamente ligada al pensamiento oficial de la Iglesia católica. Tres diputados del clero, el cardenal García Cuesta, el obispo Monescillo y el canónigo Manterola, se unieron a los tradicionalistas en el intento de conseguir el mantenimiento de la unidad católica. El clero y los tradicionalistas se oponían a cualquier reforma que afectase a la Iglesia desde fuera y negaban que desde la política se pudiera decidir sobre los asuntos que afectaban a la religión.
Las ideas de los tres grupos mencionados estaban en concordancia con distintos planes para resolver la cuestión religiosa:
El clero en su inmensa mayoría, los tradicionalistas y el ala derecha de la Unión Liberal tenían como único plan que la Iglesia católica conservara el lugar que había ocupado antes de la revolución sin la menor modificación. Para ellos la unidad católica y la confesionalidad del Estado eran irrenunciables. La confesionalidad del Estado, y con ella el mantenimiento sin modificaciones de sus relaciones con la Iglesia católica, se basaba para los representantes de esta postura en la convicción de que el primero estaba obligado a mantener la exclusividad de la religión católica, por ser la única verdadera, y a proteger a la Iglesia como legítima depositaria de la verdad. El pueblo español era católico y, como tal, debía cumplir las directrices de la Iglesia, no habiendo razón alguna para que el Estado cambiase las relaciones tradicionales con ella. Otra argumentación para no modificar las relaciones entre la Iglesia y el Estado, defendida por el ala derecha de la Unión Liberal, era que la religión constituía un hecho social: Si la sociedad española era católica en su inmensa mayoría, el Estado tenía la obligación de mantener su estrecha relación con la Iglesia.
El clero en su inmensa mayoría, los tradicionalistas y el ala derecha de la Unión Liberal tenían como único plan que la Iglesia católica conservara el lugar que había ocupado antes de la revolución sin la menor modificación. Para ellos la unidad católica y la confesionalidad del Estado eran irrenunciables. La confesionalidad del Estado, y con ella el mantenimiento sin modificaciones de sus relaciones con la Iglesia católica, se basaba para los representantes de esta postura en la convicción de que el primero estaba obligado a mantener la exclusividad de la religión católica, por ser la única verdadera, y a proteger a la Iglesia como legítima depositaria de la verdad. El pueblo español era católico y, como tal, debía cumplir las directrices de la Iglesia, no habiendo razón alguna para que el Estado cambiase las relaciones tradicionales con ella. Otra argumentación para no modificar las relaciones entre la Iglesia y el Estado, defendida por el ala derecha de la Unión Liberal, era que la religión constituía un hecho social: Si la sociedad española era católica en su inmensa mayoría, el Estado tenía la obligación de mantener su estrecha relación con la Iglesia.
Entre las fuerzas revolucionarias se dieron dos corrientes diferentes para resolver la cuestión religiosa, que se plasmarían en dos proyectos secularizadores distintos, uno defendido por los progresistas, en coalición con los demócratas y parte de los unionistas, y otro propugnado por los republicanos.
Los primeros, liderados por los progresistas, pretendían la proclamación de la libertad de cultos y un cambio paulatino de las relaciones entre el Estado y la Iglesia ajustado a las circunstancias de cada momento. Una de las principales justificaciones esgrimidas por este grupo para respaldar la libertad de cultos era que los derechos individuales exigían el respeto a la religión que cada cual quisiera elegir. No obstante, aunque los progresistas habían ido evolucionando hacia el convencimiento de que era necesario implantar la libertad religiosa, la formulación concreta de la decisión en las Cortes Constituyentes de 1869 no estuvo exenta de dudas, que se resolvieron finalmente porque la mayoría creyó que tras la revolución de 1868 había llegado el momento de acomodarse a los nuevos tiempos y a la realidad circundante. Además, la presencia de extranjeros exigía aceptar la libertad de cultos, pues en caso contrario España desentonaría entre las demás naciones civilizadas. Salustiano Olózaga, sirve de ejemplo de las vacilaciones y evolución de los progresistas hacia la libertad de cultos. En las Constituyentes de 1836 se enfrentó con los que deseaban que la religión católica se declaraba perpetuamente la religión de España. En las Cortes de 1854-56 defendió que el catolicismo estaba vinculado a la historia de España y bastaba con una tolerancia hacia los derechos de los no católicos. Todavía en 1864 decía: “Disfrutamos de hecho de la libertad de conciencia y nadie ha pensado seriamente en la libertad de cultos, por una sencilla razón: porque no hay quien profese en España otra religión que la de nuestros padres". Sin embargo, en 1869 aceptó votar a favor de la implantación de la libertad de cultos.
Los primeros, liderados por los progresistas, pretendían la proclamación de la libertad de cultos y un cambio paulatino de las relaciones entre el Estado y la Iglesia ajustado a las circunstancias de cada momento. Una de las principales justificaciones esgrimidas por este grupo para respaldar la libertad de cultos era que los derechos individuales exigían el respeto a la religión que cada cual quisiera elegir. No obstante, aunque los progresistas habían ido evolucionando hacia el convencimiento de que era necesario implantar la libertad religiosa, la formulación concreta de la decisión en las Cortes Constituyentes de 1869 no estuvo exenta de dudas, que se resolvieron finalmente porque la mayoría creyó que tras la revolución de 1868 había llegado el momento de acomodarse a los nuevos tiempos y a la realidad circundante. Además, la presencia de extranjeros exigía aceptar la libertad de cultos, pues en caso contrario España desentonaría entre las demás naciones civilizadas. Salustiano Olózaga, sirve de ejemplo de las vacilaciones y evolución de los progresistas hacia la libertad de cultos. En las Constituyentes de 1836 se enfrentó con los que deseaban que la religión católica se declaraba perpetuamente la religión de España. En las Cortes de 1854-56 defendió que el catolicismo estaba vinculado a la historia de España y bastaba con una tolerancia hacia los derechos de los no católicos. Todavía en 1864 decía: “Disfrutamos de hecho de la libertad de conciencia y nadie ha pensado seriamente en la libertad de cultos, por una sencilla razón: porque no hay quien profese en España otra religión que la de nuestros padres". Sin embargo, en 1869 aceptó votar a favor de la implantación de la libertad de cultos.
Respecto al segundo gran problema que se pretendía resolver, el de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, los progresistas deseaban mantener el sostenimiento económico del Estado Español a la Iglesia católica. A cambio, querían alejar a la Iglesia de todas las esferas que consideraban debían ser exclusivamente controladas por los poderes públicos. Los demócratas monárquicos, aliados con los progresistas, no estaban en principio de acuerdo con ellos en este aspecto porque preferían, como los republicanos, la separación de la Iglesia y el Estado. Con un grupo tan heterogéneo, el proyecto dirigido por los progresistas tenía que estar basado en la transacción y ese fue el espíritu mediante el cual se consiguió el sostenimiento económico de la Iglesia, pues los demócratas lo aceptaron a cambio de conseguir contraprestaciones políticas como el sufragio universal masculino o la libertad de prensa.
El proyecto republicano compartía con el progresista el deseo de implantar la libertad de cultos, apoyándose en los mismos principios. Pero el sentido en que entendían los republicanos dicha libertad era muy distinto. Para los progresistas, la libertad de cultos era una tolerancia para que las minorías pudiesen practicar otras religiones, lo que no impedía que, siendo católica la inmensa mayoría de los españoles, la Nación se obligase a apoyar a la Iglesia. Los republicanos creían que la libertad de cultos no permitía tener preferencias por una u otra religión y obligaba a una neutralidad absoluta por parte del Estado. Todas las religiones debían ser tratadas por igual y el Estado no debía mantener ninguna relación ni apoyar a la Iglesia católica ni a ninguna otra. Además, la libertad de cultos obligaba a la separación estricta entre la Iglesia y el Estado, la cual enriquecería espiritualmente a la Iglesia.
La meta del proyecto republicano era la secularización total de la Sociedad, mediante la separación completa de la Iglesia y el Estado, mientras que la de los liberales se limitaba a la secularización del Estado, mediante el control de la Iglesia, la asunción de los cometidos que habían permanecido tradicionalmente en manos de esta y la finalización de la obra desamortizadora. En el proyecto republicano, la Iglesia debía renunciar a ser apoyada por el Estado y a cualquier tipo de privilegio, manteniéndose tan solo con las aportaciones de sus fieles, aceptando la libre competencia con las demás religiones.
La meta del proyecto republicano era la secularización total de la Sociedad, mediante la separación completa de la Iglesia y el Estado, mientras que la de los liberales se limitaba a la secularización del Estado, mediante el control de la Iglesia, la asunción de los cometidos que habían permanecido tradicionalmente en manos de esta y la finalización de la obra desamortizadora. En el proyecto republicano, la Iglesia debía renunciar a ser apoyada por el Estado y a cualquier tipo de privilegio, manteniéndose tan solo con las aportaciones de sus fieles, aceptando la libre competencia con las demás religiones.
En resumen, los dos proyectos revolucionarios encaminados a resolver la cuestión religiosa estaban de acuerdo en la proclamación de la libertad de cultos, siendo su principal diferencia el sostenimiento económico a la Iglesia del proyecto progresista, con el consiguiente control sobre ella, y la neutralidad del republicano respecto a todas las religiones, que debían ser subvencionadas solamente con las aportaciones de los respectivos fieles. JOVER ZAMORA, J. Mª., en su obra Realidad y mito de la Primera República, distingue estos dos proyectos de Estado, llamando al de los progresistas “Estado tutelar” y al de los republicanos “Estado neutro”. La línea de separación entre ambos proyectos estaba en que el progresista pretendía la secularización del Estado, pero no la laicización total, o secularización de la Sociedad, que deseaban imponer los republicanos.
HENNESSY, en La República Federal en España. Pi y Margall y el movimiento republicano federal (1868-1874), hace una cita muy reveladora sobre esta línea de separación. Refiriéndose a Ruiz Zorrilla como uno de los representantes más radicales del proyecto progresista, dice que era “un furibundo anticlerical que estaba dispuesto a secuestrar los bienes muebles de la Iglesia y quebrantar su poder financiero, sin dar tiempo a una reacción católica, pero incluso para él la separación Iglesia-Estado que propugnaban los republicanos resultaba una medida excesiva y demasiado extremista”.
El proyecto que triunfó en 1869 y se plasmó en la nueva Constitución fue el encabezado por los progresistas. El de los republicanos no llegó nunca a hacerse realidad, pues la Constitución Federal de 1873 no pasó de ser un proyecto. De esta manera, durante los años años de la República (1873 y 1874) siguió vigente en España, de forma paradójica, una Constitución que establecía la Monarquía como forma de Gobierno y consagraba unas relaciones con la Iglesia católica que no compartía el Poder Ejecutivo de la República.
REFERENCIAS:
PERLADO, A., La libertad religiosa en las constituyentes del 69, Pamplona, Ediciones de la Universidad de Navarra, 1970.
PETSCHEN, S., Iglesia-Estado: un cambio político. Las Constituyentes de 1869, Madrid, Taurus, 1975.
OLÓZAGA, S., Estudios sobre elocuencia, política, jurisprudencia, historia y moral, Madrid, A. De San Martín y Agustín Jubera, 1864, p. 266.
REVUELTA GONZÁLEZ, M., “El proceso de secularización en España y las reacciones eclesiásticas”, en AA.VV., Librepensamiento y secularización en la Europa contemporánea, Madrid, Universidad Pontificia de Comillas, 1996, p. 357.
JOVER ZAMORA, J. Mª., Realidad y mito de la Primera República, Madrid, Espasa Calpe, 1991, pp. 41-2.
HENNESY, C. A. M., La República Federal en España. Pi y Margall y el movimiento republicano federal (1868-1874), Madrid, Aguilar, 1966, p. 59.