martes, 3 de julio de 2018

Entrevistas inverosímiles: Caciro

Hace poco que se publicó El presagio de los buitres. Como siempre que termino un libro, todo me parece inacabado e imperfecto. Ese mismo día, cuando me acosté, ya pensaba en que nada más levantarme iba a cambiar la sinopsis y en que debía repasarlo todo una vez más, porque seguro que quedarían algunas erratas indeseables.


Me puse a pensar en Caciro: «¿Habré acertado en la descripción del personaje? No me refiero al físico, sino a su carácter, su forma de pensar y su bagaje intelectual».

En eso estaba cuando, no sé cómo, me vi dentro de una casa de planta rectangular, con paredes de adobe y techo de madera. Casi no se veía nada. Hacía calor; un olor, desagradable, como de ganado mezclado con suciedad, lo inundaba todo.

Caciro, el adivino de Segeda, estaba acostado sobre un jergón repleto de lana de oveja. «Al menos, su físico es tal como lo esperaba: flaco, alto, un poco encorvado, con una nariz recta y una cabellera y barbas descuidadas y extremadamente largas: no creo que este hombre se haya cortado el pelo jamás», pensé. El tiempo parecía estar suspendido sobre la nada: no sabía qué hacía allí. De repente, el anciano se despertó sobresaltado y me miró con fijeza. En la penumbra, sus ojos se notaban claros.

—¿Quién eres? —me preguntó con voz firme.
—Mal empezamos, Caciro... Mejor no te contesto y espero a ver si lo averiguas a lo largo de nuestra charla.
—Me parece bien. Pero tú eres quién ha venido a mí, así que dime qué deseas.
—La verdad es que no lo sé. Desde luego, me gustaría hablar contigo.
—Tú dirás. Tu indumentaria y tu rostro me indican que eres un enviado de los dioses…
—No te entiendo…
—No he visto un rostro más extraño que el tuyo en todos los días de mi vida: sin barba, con el pelo increíblemente corto y con ese objeto chocante, metálico, cogido por las orejas y con dos cristales ante los ojos.
—Gafas.
—¿Qué?
—Se llaman gafas. Sirven para ver mejor.
—Ah. Es cosa de los dioses. Supongo que con eso podrás ver el futuro; o el pasado. ¿A qué has venido?
—Ya te he dicho que no lo sé. Pero, ya que estoy aquí, te diré que me intriga saber si crees que los indicios que te sirven para hacer tus adivinaciones son ciertos o simplemente engañas a tus conciudadanos. Como puedes ver, no me ando con rodeos...
—Mira, amigo, seas de donde seas y vengas de donde vengas, solo te puedo decir que me limito a seguir las técnicas que me enseñó mi abuelo. No puedo saber con seguridad si los indicios son fiables o no, pero sí te puedo asegurar que no trato de engañar a nadie. Por cierto, estoy pensando que esto debe ser un sueño premonitorio.
—Si tú lo dices… Hasta ahora no has acertado ni quién soy. Te voy a decir algo sobre mí: acabo de terminar un libro que cuenta cosas sobre ti, sobre Caro y Liteno y sobre dos cónsules de Roma que vendrán muy pronto contra vosotros.
—Eso significa que va a haber guerra…
—La habrá. Va a haber muchas muertes, pero, en un principio, saldréis del embrollo gracias a Caro.
—¡Vaya!, Se confirman mis presagios: una guerra cruel, como todas, va a caer sobre Segeda; y Caro será quien nos dé la victoria a los belos.
—Bueno, en realidad…

En ese momento me desperté. Tenía la boca seca y me levanté para beber un poco de agua. «Mañana me pongo a repasar el libro».




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