NOTA PREVIA: Estimado y paciente lector: Soy consciente de que este post es extenso y denso, extremos ambos que reconozco como poco recomendables si pretendo que lo leas hasta el final. Espero, al menos, que lo hagas por partes o recogiendo solo lo que te interese, y, sobre todo, que ayude a entender cómo se fraguó en España, por primera vez, la aprobación constitucional de la libertad de cultos, cuestión que ha sido uno de los principales motivos de disputa entre confesionales y librecultistas, o clericales y anticlericales. Dicho esto, aquí comienzo.
Desde la inauguración de las Cortes Constituyentes el 11 de febrero de 1869 hasta el 30 de marzo, día que la comisión
correspondiente presentó el proyecto de Constitución, llegaron numerosas
peticiones a la Asamblea, destacando las que se referían a la abolición de
quintas, concesiones de indultos y reducciones de condenas, supresión del
impuesto personal y abolición de la esclavitud en Cuba y Puerto Rico. Pero las
que se referían a temas eclesiásticos fueron escasas. Del total de ciento
cincuenta y cuatro peticiones, solo cinco tenían relación con la Iglesia católica y de
ellas la única que pedía la unidad católica (es decir, el mantenimiento de la confesionalidad del Estado Español) fue la del obispo de Mallorca:
El 27 de febrero de 1869 se leyeron las 22 peticiones que habían llegado hasta entonces. La número 2, del Ayuntamiento de Nava de Francia (Salamanca) pedía que se redujera el presupuesto del clero; la número 9, del obispo de Mallorca, la unidad católica.La número 17, del Ayuntamiento de Valmojado (Toledo), la libertad de cultos; y la número 22, de “un crecido número de vecinos de Tarragona”, la separación de la Iglesia y el Estado. El 6 de marzo se leyeron otras 40 peticiones y el 13 del mismo mes otras 38, pero ninguna de ellas se refería a contenidos relacionados con la Iglesia. El 20 se leyeron 51 recibidas en los últimos siete días. Una de ellas, la número 136, de los vecinos de la parroquia de San Salvador de Serantes (La Coruña), solicitaba que las Cortes declarasen las prestaciones y ofrendas como puramente voluntarias “toda vez que el culto y sus ministros están sostenidos por el Estado”.
La gran cuestión que se iba a plantear en las
Cortes era la relativa a la libertad de cultos. El tema se suscitó el 23 de
febrero, a poco de iniciarse las sesiones, cuando se estaba discutiendo si se
daba un voto de gracias al Gobierno Provisional y se encomendaba a Francisco Serrano la
formación de un nuevo Ministerio. Los diputados de la derecha tradicionalista y
de la izquierda republicana reprocharon al Gobierno su política
sobre la libertad de cultos, los primeros por oposición a la misma y los
segundos porque pensaban que debía haberse declarado expresamente antes de la
reunión de las Cortes.
Ramón Vinader, miembro fundador de la Asociación de
Católicos y componente de su Junta Superior, en nombre de los tradicionalistas, criticó duramente los
decretos eclesiásticos del Gobierno provisional, especialmente los que
suprimían la Compañía de Jesús, las Conferencias de San Vicente y las casas de
religiosos. No entendía que el Gobierno hubiera sancionado la libertad de
asociación y anunciase la libertad religiosa mientras negaba ambas a los
religiosos.
Estanislao Figueras, (republicano y católico practicante) intervino para
explicar el concepto de los republicanos sobre la libertad de cultos. Sabía que
la mayoría de los diputados deseaba que se legalizara esta libertad, pero él no
creía que la solución fuera imponerla manteniendo el culto católico como
privilegiado o dando continuidad a un sistema concordatario con la Iglesia
católica, sino proclamando la separación de la Iglesia y el Estado. Francisco Pi y
Margall (republicano y agnóstico) intervino a continuación, sosteniendo que el pueblo no había estado
satisfecho con el Gobierno Provisional porque no había decretado la libertad de
cultos. Si no se aprobaba esta, la Iglesia católica terminaría por poner
limitaciones al pensamiento y a la libertad de expresión, al creerse poseedora
de la verdad sobre todos los grandes problemas humanos. Pi y Margall negaba la
religiosidad del pueblo español, al añadir: “O mucho me equivoco o este pueblo
es el menos religioso y más escéptico de la tierra”.
FIGUERAS
PÍ Y MARGALL
Al día siguiente, 24 de febrero, el ministro de de
Gracia y Justicia y Fomento, Antonio Romero Ortíz, contestó a Vinader, extendiéndose en la que el mismo llamó “la reducción de los conventos de monjas”, frase que muestra cómo el
decreto de supresión de órdenes religiosas de 18 de octubre, a pesar de su carácter general, estaba
pensado sobre todo para ellas. El ministro reconocía que este asunto había
“sublevado a una gran parte de señoras españolas”, pero no aceptaba que el
decreto se limitase a perseguir a las monjas,
imponiéndoles sacrificios y vejaciones innecesarios: Todo lo que había pretendido con el decreto, según su opinión, era “trasladarlas de casas mal acondicionadas a otras
mejores”.
ROMERO ORTIZ
RUIZ ZORRILLA
A continuación, intervino Manuel Ruiz Zorrilla, ministro de
Fomento, para defender el decreto sobre incautación de archivos, bibliotecas y
obras de arte, diciendo echar de menos algún comentario de Vinader sobre el
asesinato del gobernador de Burgos, que se produjo el 25 de enero de 1869 en el
momento en que trataba de entrar en la catedral para cumplimentar lo ordenado
en el decreto sobre incautación de archivos eclesiásticos.
Ruiz Zorrilla denunció que la víspera de publicarse en la Gaceta de Madrid
la instrucción y circular dirigidas a los gobernadores civiles para que
ejecutasen el decreto, estas disposiciones ya habían sido publicadas en El
Pensamiento Español,
según su opinión, por soborno o engaño a algún dependiente de su Ministerio
(Cándido Nocedal, diputado electo tradicionalista, y otros redactores del
periódico estaban encarcelados en estos momentos).
El
demócrata gaditano Segismundo Moret intervino para retomar el tema de la
libertad de cultos. En su opinión, la cuestión religiosa se debía haber
resuelto antes de que se formaran las Cortes facilitando así que la libertad de
cultos se fuera imponiendo en el pueblo. La intolerancia religiosa era una
vergüenza para España y la mantenía alejada de las naciones más avanzadas.
SEGISMUNDO MORET
A
continuación, Romero Ortiz replicó a los reproches Pi y Margall sobre no haber
decretado la libertad de cultos antes de la formación de las Cortes, aclarando
que en la coalición encabezada por los
progresistas se mantenían diversas opiniones sobre los términos en que se tenía
que concretar la expresada libertad. Para unos la libertad de cultos consistía
en compaginar la continuación de la oficialidad de la Iglesia católica con la
tolerancia hacia las demás religiones; para otros indicaba el mantenimiento de
un Estado católico que subvencionase a todas las religiones que tuvieran
representación en el territorio nacional. Otros, siempre según expresaba Romero
Ortíz en su intervención, traducían la libertad de cultos al aspecto económico
y la resumían en la traslación al Municipio y a la Provincia de las
obligaciones económicas con la Iglesia que hasta el momento pesaban sobre el
Estado. Estaba también, y Romero Ortiz la citó, la opinión de los republicanos,
para los que la libertad de cultos llevaba consigo la consecución de una
independencia total entre la Iglesia y el Estado. Ante la disparidad de opiniones
y la proximidad de apertura de las Cortes, el ministro creyó que lo más
oportuno había sido dejar a estas decidir qué libertad de cultos querían
aprobar.
El 2 de
marzo se aprobó una proposición de la mayoría progresista pidiendo que se
designase una comisión de quince personas para que presentase el proyecto de
Constitución. Fueron elegidos unionistas, progresistas y demócratas de la
coalición monárquica (Ríos Rosas, Silvela, Ulloa, Posada Herrera, Cristóbal
Valera, Montero Ríos, Olózaga, Aguirre, Mata, Vega Armijo, Martos, Moret,
Becerra, Godínez de Paz y Romero Girón), quedando completamente excluidos los
republicanos y tradicionalistas, lo cual hacía indudable que la libertad de
cultos que se iba a consagrar se ajustaría a los designios de la coalición de
centro.
Al haber sido excluidos los republicanos de la comisión, el 9 de marzo
trataron de conseguir una aceptación implícita de dicha libertad mediante la
presentación de un proyecto de ley que pretendía la aprobación del matrimonio
civil. La propuesta decía: “Establecida
ya de hecho la libertad de cultos en España, pedimos a las Cortes
Constituyentes que, para hacer efectivo uno de los principales beneficios, se
sirvan decretar con urgencia el establecimiento del matrimonio civil”. Los
republicanos no tenían seguro que la comisión aprobase la libertad de cultos,
pues el diputado Río, uno de los firmantes de la propuesta, precisó que la
petición se basaba en la necesidad de reconocer dicha libertad, que él mismo
defendía, si bien aceptaba que se dejasen “intactas las relaciones de la
Iglesia y el Estado”. Los republicanos daban por el momento por perdida su meta
de lograr la separación de la Iglesia y el Estado y se conformaban con forzar
un reconocimiento del principio de la libertad de cultos. Romero Ortiz sabía que
la pretensión de los republicanos era conseguir dicho reconocimiento antes de
que la Comisión Constitucional lo dictaminase. Había reconocido anteriormente
que la libertad religiosa era un hecho, pero ahora decía que faltaba la sanción
de la Cámara. La proposición de ley fue retirada cuando el ministro expresó su
intención de incluir el matrimonio civil en el próximo código civil.
Como he dicho al principio, las
peticiones dirigidas a las Cortes Constituyentes desde su formación hasta la
presentación del proyecto de Constitución pidiendo la unidad católica fueron
muy escasas. Esto se debió principalmente a que la Asociación de Católicos
había estado organizando una petición colectiva a las Cortes para que se
mantuviese la unidad católica, que no se entregó hasta después de leerse el
proyecto en la Cámara. La Junta Superior de la asociación había formalizado el
25 de diciembre de 1868 una convocatoria para que los católicos apoyasen la
petición con su firma. Se esperaba que, una vez constituidas, las Cortes se
inclinarían “ante la conciencia del país (...) al ver resuelta por esta especie
de sufragio la cuestión religiosa”.
El 5 de abril de 1869 se procedió a una entrega inicial de peticiones que
contenía, según la asociación, dos millones ochocientas treinta y siete mil
ciento cuarenta y cuatro firmas, procedentes de ocho mil cuatro lugares.
Teniendo en cuenta que el plazo transcurrido desde el inicio de la recogida de
firmas era de poco más de tres meses, la cantidad resulta muy elevada. La Junta
Superior de la Asociación de Católicos, para evitar falsificaciones,
había advertido que no recibiría peticiones firmadas que no estuviesen
autorizadas por una o dos personas conocidas de alguno de los miembros de la
asociación o de los redactores de alguno de los periódicos católicos que
apoyaban la iniciativa, o que llevase el sello de la parroquia correspondiente.
Pero esto no asegura que no se hubiera cometido algún fraude, y más teniendo en
cuenta que, dado el elevado número de analfabetos que había en España, la firma
de estos podía ser realizada por otra persona, sin que existieran garantías de
que el titular lo hubiese autorizado. Además, podían firmar todos los que lo
desearan, sin limitación de edad.
El 14 de abril se remitió a las Cortes una segunda remesa de firmas,
trescientas cincuenta y nueve mil cuatrocientas ochenta y nueve, de otras mil
veintiocho localidades.
Las Cortes Constituyentes pasaron a la Comisión Constitucional estas firmas
adicionales en sesión del 26 de abril.
Algo más tarde, la Asociación de Católicos publicó un resumen total de
las firmas conseguidas, reflejando la cantidad de tres millones cuatrocientas
cuarenta y ocho mil trescientas noventa y seis firmas procedentes de diez mil
ciento diez localidades.
La distribución por provincias de las firmas
pidiendo que la religión católica continuara siendo perpetuamente la de la
nación española dibuja un mapa en el que se aprecian zonas de predominio
católico conservador y otras cuya escasez de firmas indica mayor adhesión a la
revolución o al menos más indiferencia religiosa. Los resultados de estas
últimas coinciden con las ciudades donde se dieron las Juntas revolucionarias
más decididas respecto a la proclamación de libertades y toma de medidas
inmediatas contra conventos. Jesús Jerónimo Rodríguez González ha calculado por provincias las firmas de adhesión a la unidad católica. El mapa que resulta de aplicar los porcentajes de población a los datos de la Asociación de Católicos, dando por cierto que no hubiera fraudes en la recogida de firmas, muestra una adhesión confesional elevada en las provincias vascongadas (Álava, 58,84; Guipúzcoa, 53,05; Vizcaya, 39,56), Navarra (58,84); Teruel, (54,35); así como también en buena parte de Castilla la Vieja y León (Palencia, 51,74; Soria, 49,13; Burgos, 45,63; León 44,09, Salamanca, 39,73, Zamora, 37,94, Segovia, 35,00, Valladolid, 33,24).
El mismo día 26 de abril, tras recibirse la
segunda remesa de firmas de la Asociación de Católicos, comenzó el
debate sobre los artículos veinte y veintiuno del proyecto de Constitución. Las
intervenciones centradas en la defensa u oposición a la libertad de cultos se
prolongaron hasta el 5 de mayo.
El obispo de Jaén, Antolín Monescillo, y el canónigo Manterola, ambos diputados, intervinieron
para consignar la necesidad de respetar a la Iglesia y mantener la unidad
católica. El republicano García Ruiz recordó que en España había dieciséis
millones de personas, cantidad muy superior a la de las firmas que pedían el
mantenimiento de la unidad católica. Respecto al sostenimiento económico de la
Iglesia, creía que solo debía aprobarse si el país lo deseaba. El ministro Montero
Ríos le contestó que los dieciséis millones de españoles eran católicos y que
todos, por tanto, deseaban el sostenimiento del culto. El canónigo Manterola
pidió más tarde que el artículo veinte consignara que la religión española,
como única verdadera, continuaba siendo la única del Estado.
El 27 de abril continuó su defensa de la reforma del artículo diciendo: “Yo, en
Inglaterra, ¡quien lo duda!, sería partidario acérrimo de la libertad de
cultos; pero en España soy acérrimo partidario de la unidad religiosa (...).
Mis principios son estos: La religión católica es la verdad; solo la verdad
tiene derecho al goce de sus fueros y no puede renunciar a ninguno de ellos”.
Montero Ríos contestó a Manterola que con sus palabras no estaba defendiendo
los derechos de la Iglesia católica, sino una situación política privilegiada
para el clero.
ANTOLÍN MONESCILLO
VICENTE MANTEROLA
Los demócratas de la comisión encargada de
estudiar el proyecto constitucional habían logrado convencer a los progresistas
más tibios de la importancia de la libertad de cultos como parte de los
derechos del hombre. Los progresistas aludían en sus discursos, más que a los
derechos individuales, a la necesidad de adaptarse a la realidad circundante,
ya que varios países de Europa habían
proclamado la libertad de cultos. La característica de las épocas
anteriores había sido la intolerancia, pero las naciones ya no podían vivir,
como antes, encerradas en sus propios hábitos y creencias. También la Iglesia
tenía que adaptarse a los nuevos tiempos y carecía de sentido ir en contra
de la corriente general. La presencia de extranjeros en España había sido una
cuestión no solventada en lo referente a la religión. Estos tenían derecho a
manifestar públicamente sus creencias y a ser enterrados digna y públicamente.
Y el hecho de que los españoles tuvieran reconocidos estos derechos en otros
países no católicos exigía una justa reciprocidad.
El 5 de mayo
se aprobaba el artículo veintiuno de la Constitución, mediante el cual se
imponía el proyecto secularizador de progresistas, demócratas y unionistas
avanzados al de la izquierda republicana, quedando igualmente vencido el
inmovilismo del clero y los tradicionalistas y el conservadurismo de la derecha
(canovista) de la Unión Liberal. Su texto definía una nueva relación con la
Iglesia católica basada en el respeto a la libre profesión de cualquier
religión, pero manteniendo el compromiso de sostener económicamente tan solo a
la católica. Esta cuestión formaba parte de la política liberal
desamortizadora, pues los liberales se sentían obligados a compensar a la
Iglesia por la pérdida de sus bienes. Al quedar sometida económicamente a los
presupuestos del Estado, la Iglesia perdía gran parte de su autonomía. La libertad de cultos quedaba delimitada y matizada en el artículo:
La Nación se obliga a mantener el culto y los ministros de la religión católica.
El ejercicio público o privado de cualquier otro culto queda garantido a todos los extranjeros residentes en España, sin más limitaciones que las reglas universales de la moral y del derecho.
Si algunos españoles profesaren otra religión que la católica, es aplicable a los mismos todo lo dispuesto en el párrafo anterior.
Como se puede observar, se privilegiaba la religión católica. Por otra parte, la libertad religiosa se justificaba expresamente como dirigida a los extranjeros residentes en el país; pero se consideraba prácticamente innecesaria para los españoles, no por negárseles el derecho, sino por dudar (en teoría) de que hubiese algún español que profesara "otra religión que la católica". Era una formula que trataba de contemporizar con los defensores de la unidad católica, cosa que no se consiguió.
La ratificación constitucional de las
libertades de expresión y enseñanza contribuyó a anular gran parte de la
influencia de la Iglesia católica en España. Pero la libertad de cultos sancionada por la
Constitución tocaba un aspecto aún más importante para la Iglesia católica y
sus partidarios más conservadores, pues el catolicismo dejaba de ser la religión
exclusiva de España. El Estado no se declaraba aconfesional y se comprometía a
sostener económicamente a la Iglesia, pero esta se veía despojada de la
situación de monopolio que había mantenido hasta el momento. De esta forma, la
aprobación de la libertad de cultos iba a producir un recrudecimiento en la
oposición de la Iglesia católica al régimen revolucionario. La negativa de los
prelados a jurar la Constitución y el desarrollo legislativo de la misma iban a
contribuir en gran manera a intensificar el conflicto entre secularizadores y
clericales.
Cfr. S. A., Asociación de Católicos de España. Petición
dirigida a las Cortes Constituyentes a favor de la unidad católica de España, Imprenta
de la Esperanza, Madrid, 1869.
RODRÍGUEZ GONZÁLEZ J. J., en op. cit., p. 257, cita
esta cifra final; pero otros historiadores sólo reflejan el envío del 6 de
abril.
SANZ de DIEGO, R. Mª., en Medio siglo de relaciones Iglesia-Estado:
El cardenal Antolín Monescillo y Viso (1811-1897), Madrid, Universidad Pontificia de Comillas,
1979, pp. 353-5, habla de “tres millones de firmas”.
CÁRCEL ORTÍ, V., en Historia
de la Iglesia en la España Contemporánea (Siglos XIX y XX), Madrid, Palabra, 2002, p. 410 cita como participantes un total de 8.604 pueblos y “casi tres
millones de firmas”. (claramente la remesa del 6 de abril).
CALLAHAN, W. J., en Iglesia, poder y sociedad en España, 1750-1874, Madrid, Nerea, 1984, p. 235, cita también la cantidad de firmas enviadas el 6 de abril: 2 827
144 firmas. En cualquier caso la cifra es tan importante como nulos fueron sus
efectos sobre el debate parlamentario.
RODRÍGUEZ
GONZÁLEZ, J. J., op. cit., pp. 260-268 y
pp.279-294.