Desde
el 15 de noviembre de 1870, cuando los presbiterianos de Cádiz —a cuyo frente estaba el pastor Abraham Ben Ollier— solicitaron al
Ayuntamiento una zona segregada del cementerio municipal o un cementerio de
nueva planta, el Obispado solo intervino en la cuestión surgida entre los
protestantes y el Ayuntamiento cuando el gobernador eclesiástico supo el 2 de marzo
de 1871 que un protestante había sido enterrado en el cementerio municipal. El
silencio posterior se explica porque la autoridad municipal actuaba en todo
momento en defensa de los intereses católicos.
ABRAHAM BEN OLLIER
Pero la publicación de la
circular del ministro de Gracia y Justicia, Práxedes Mateo Sagasta de 16 de julio de 1871, obligando a los Municipios a habilitar lugares dentro de los cementerios municipales para enterrar a aquellos que no hubiesen profesado la religión católica, provocaría las reticencias de la autoridad municipal y, sobre todo, una reacción airada de
fray Félix, el obispo de Cádiz.
SAGASTA
La coalición municipal del unionista Juan Valverde y el progresista José María del Toro, que dirigieron sucesivamente el Ayuntamiento gaditano por estas fechas, siempre trató de mantener un equilibrio entre el respeto a la normativa secularizadora surgida de los distintos Gabinetes y las buenas relaciones con el Obispado. En esto pudo influir el hecho de que la orientación política del Consistorio era menos avanzada que la de buena parte de los Gobiernos con los que coincidió temporalmente. Basta recordar que el Ayuntamiento gaditano tenía un número significativo de unionistas antidinásticos —es decir, contrarios al rey don Amadeo— y un exigua minoría de progresistas avanzados, no contando con ningún demócrata. Estas diferencias ideológicas pueden explicar por qué las relaciones del Municipio de Cádiz con el Obispado eran mejores a las que mantuvo este último con los diferentes Gobiernos del reinado de Amadeo I.
El
23 de agosto de 1871 el obispo gaditano se unió al arzobispo y demás
sufragáneos de la Archidiócesis de Sevilla en una protesta al ministro de Gracia y Justicia, pidiéndole que la real orden y circular de 16 de julio sobre uso de los
cementerios municipales fuese revocada[1].
Los prelados se quejaban, entre otras cosas, de no haber recibido una
comunicación oficial de los gobernadores civiles acerca de la circular. Desde
el punto de vista del arzobispo y obispos de la provincia eclesiástica de
Sevilla, la disposición vulneraba el derecho de propiedad de la Iglesia católica; pero
esto no era cierto en todos los casos, ni mucho menos: Algunos cementerios municipales eran
propiedad de la Iglesia,;pero otros muchos, como el de Cádiz, pertenecían a los
respectivos Municipios. En todo caso, la reclamación puntualizaba que los
cementerios no pertenecían “al comercio de los hombres” porque eran lugares
bendecidos y por tanto destinados solo para enterrar a los católicos. Esto es:
aunque la propiedad de los cementerios fuese municipal, esto no cambiaba su
consagración como católicos.
FRAY FÉLIX, OBISPO DE CÁDIZ
Para reforzar esta afirmación, los reclamantes acudían a la ley de 29
de abril de 1855, que ordenaba que, en las localidades donde fuese necesario, se
construyeran cementerios para enterrar a los que murieran fuera de la religión
católica, y a la real orden de 18 de marzo de 1861, que declaraba el derecho de
propiedad y la jurisdicción de la Iglesia sobre los cementerios católicos. Pero parecían olvidarse de loo dispuesto en la posterior la ley municipal de 21 de octubre de 1868, que
daba plena potestad a los Ayuntamientos sobre la administración y conservación
de los cementerios. Ciertamente, la circular de Sagasta ordenaba que los entierros de los
que no eran católicos se realizaran dentro de los cementerios católicos y no
que se construyeran nuevos cementerios independientes, como determinaba la real
orden de 1855. Pero es obvio que una real orden dada en 1871, seguida por una
circular para hacerla efectiva, podía modificar otra anterior. Por eso, los
prelados defendían que la nueva disposición se aprobaba “contraviniendo lo que
los sagrados cánones tienen establecido”, tratando con ello de hacer prevalecer
las leyes eclesiásticas sobre las civiles.
Por otra parte, los prelados creían que la real orden que se acababa de promulgar contradecía “la
letra y el espíritu de la ley fundamental por la que hoy se rige la Nación”. No
tenían dificultad en esta ocasión de acudir a la norma constitucional que se
habían negado a jurar, para tratar de conseguir que el Gobierno rectificase,
apoyándose en la libertad religiosa y en el sufragio universal. En la circular
se afirmaba que su pretensión era llevar a la práctica el privilegio consignado
en el artículo veintiuno de la Constitución, por el que se garantizaba a todo
ciudadano el libre ejercicio de su religión, pero los obispos opinaban que el
entierro de los que no eran católicos en sus cementerios conculcaba la libertad
religiosa de los católicos y entendían que la real orden en la que se apoyaba
la circular de Sagasta lo que hacía era “secularizar los cementerios católicos
sin esperar a que las Cortes lo decreten”. Si la soberanía residía
fundamentalmente en la Nación —expresaban los prelados—, el ministro debía “haber estado inspirado por
ella al redactar la circular, y haber atendido a la voluntad del mayor número,
según la doctrina de los autores de la ley fundamental”.
El
25 de julio de 1871 —poco después de la promulgación de la circular de Sagasta—, Ruiz Zorrilla, recién designado para suceder a Serrano
como presidente del Consejo de
ministros, había asegurado en las Cortes que no deseaba herir los sentimientos
de un pueblo eminentemente católico como el español. Era injusto, en su
opinión, afirmar que los Gobiernos liberales deseaban “estar en malas
relaciones con el clero y mucho menos tenerlas interrumpidas con la corte
Romana”. El arzobispo de Sevilla y sus sufragáneos, decían en su reclamación
que para dar crédito a esas afirmaciones, necesitaban que el Gobierno
prohibiera “con leyes severísimas las inhumaciones de sus cementerios de
cadáveres de sujetos muertos fuera de su religión”. La inmensa mayoría de los
ciudadanos de sus Diócesis se resistía a que se enterrasen en los cementerios
municipales los cadáveres de “sujetos muertos siendo enemigos declarados de su
religión o cuando menos profesando otras creencias”. Eran numerosos, según
afirmaban, los ejemplos recientes que se podían citar de intentos de hacerlo
desde antes de la circular de 16 de julio, que habían provocado la indignación
de los católicos, cuyas familias se negaban a inhumar sus cadáveres en el mismo
lugar que los sectarios si no eran desenterrados estos, lo cual, según los
prelados, no constituía una “conducta
de intolerante superstición”, sino, por el contrario “una actitud digna y
justa”.
Todos
los Gobiernos de Europa —decían el arzobispo y sufragáneos de Sevilla—, estaban
alarmados por el “incremento y rapidez con que se difunden ciertas ideas (...)
que necesariamente causarían el exterminio de la sociedad”. Los prelados,
defendían que su sagrado ministerio no les eximía, sino arraigaba “un profundo
amor a la patria y a la humanidad entera”, pues eran “los primeros en
participar” en las cuestiones que
afectaban a la sociedad. Por ello, estudiaban “el origen, el desarrollo, los
medios y los fines de tan deletéreas doctrinas”, resultando de sus
investigaciones que dichas doctrinas nacieron en los pueblos paganos”, y que no
se podían “aclimatar y prosperar sino en los que se alejan del conocimiento y
servicio del verdadero Dios”.
El
Gobierno, llevado por su alta misión, tenía “no solamente interés, sino
obligación de evitar a nuestra querida patria el cataclismo que la amaga”. Era
preciso que “una verdadera protección a la Iglesia” fuera “la primera y
fundamental medida” y el éxito de este intento era indudable, dado que el
pueblo español era eminentemente católico. Todo lo que no fuera eso, podría
“contener por algún tiempo el progreso de la gangrena”, pero no podría
“extirpar el cáncer que corroe el corazón de la sociedad”. Para que esa
protección se llevase a efecto era necesaria la aplicación de una “verdadera
libertad”, que consistía en la facultad de obrar con sujeción a las leyes que,
siendo canónicas o civiles, declaraban “la santidad, inviolabilidad y propiedad
de la Iglesia en sus cementerios”.
Como
se puede ver, la posición de los prelados firmantes, y con ella la de fray
Félix, era inamovible. Exigían el cumplimiento de leyes pasadas cuando
protegían los intereses de la Iglesia, con el mismo interés con el que
denostaban las que no los beneficiaban. Era cierto que buena parte de los
cementerios municipales era propiedad de las respectivas Diócesis, pero no
admitían que otra parte no lo era. Atacaban al liberalismo, como doctrina
peligrosa que causaría la destrucción de la sociedad y solo reconocían una
libertad “verdadera”, consistente en obrar según las leyes que protegían a la
Iglesia católica.
Pero
es indudable que llevaban razón cuando afirmaban que todos los cementerios
municipales estaban consagrados como católicos. Muchos Ayuntamientos habían
incumplido la ley de 1855 que les obligaban a construir cementerios en los que
enterrar dignamente a los que no eran católicos, entre ellos el de Cádiz. Si lo
hubieran hecho, tal vez no se habría llegado a la situación actual. Las
reclamaciones de los protestantes gaditanos tras la promulgación de la
Constitución, relativas a la cuestión del uso de los cementerios, así como las resistencias municipales que se han
observado en el caso de Cádiz, no eran una excepción, pues se estaban
produciendo en otras localidades, y cada vez con mayor frecuencia. Esto había
obligado al Gobierno a tomar una medida “provisional”, que chocaba frontalmente
con los sentimientos religiosos de la mayor parte de los católicos. El
Ayuntamiento gaditano coincidía en cierto modo con las apreciaciones del
arzobispo y sufragáneos de Sevilla sobre la circular de 16 de julio, pues,
aunque había habilitado un lugar para enterrar a todos lo que no eran
católicos, no consintió en hacerlo en el interior del cementerio municipal.
FACHADA DEL CEMENTERIO MUNICIPAL DE CÁDIZ
Después
de haber enviado el escrito de protesta junto a los demás prelados de la
provincia eclesiástica de Sevilla, fray Félix tomó unas medidas muy drásticas,
debidas probablemente a un fuerte escrúpulo o celo religioso que le llevaba al convencimiento de que enterrar a un
protestante en cualquier cementerio católico lo contaminaba y convertía en un
lugar que dejaba de ser santo. El día 11 de septiembre escribió a todos los
párrocos de la Diócesis para darles instrucciones al respecto. Les adjuntaba
copia de la protesta al ministro de Gracia y Justicia contra la circular de 16 de julio, que, según aclaraba fray
Félix, prevenía “la formación de una cerca o separación dentro de los muros del
terreno bendito para depositar en él los restos de los judíos, moros, apóstatas,
herejes, antropófagos, etc.”. El prelado ordenaba a los párrocos que leyesen la
protesta a los fieles en la Misa Mayor del siguiente día festivo y por la noche
del mismo día, poniendo a los asistentes al corriente de las prevenciones que
se agregaban y ya habían sido tomadas por otros obispos.
Advertía
que si un cementerio municipal pertenecía a la Iglesia no se debían entregar las llaves ni hacer
nada que significase conformidad con la circular. Si el cementerio era de
propiedad municipal, los curas debían hacer valer “ante la autoridad local los
derechos sacratísimos de la Iglesia católica”, que eran a la vez “los de sus
hijos, hollados y conculcados ruda e implacablemente”, cuando se enterraba en
ellos a los que no eran católicos. Añadía el obispo que se tenía más
consideración con los derechos de los católicos en los países protestantes, “y
aun en las costas que tenemos enfrente, que en la nación que fue católica desde
los tiempos de Recaredo”. Lo que estaba sucediendo era un “ultraje a las
cenizas de nuestros mayores, que se conmueven y agitan en sus sepulcros y
claman ante el trono de Dios por que se abrevien los días de esta mezcla
injuriosa”.
Si
la autoridad municipal forzaba la ley canónica “introduciendo en el cementerio
el cadáver de un sectario o pecador impenitente”, el lugar quedaba, decía, “en
el acto profanado y entredicho, y cuantos toman parte en él quedan incursos en
las censuras de la Iglesia”. En este caso, el cura correspondiente debía
retirar “del lugar profanado las cruces e imágenes que existieran” y si hubiera
capilla debía incomunicarla del cementerio. Si la capilla estaba dentro del
camposanto, debía “retirar las aras de los altares, las imágenes y pinturas
dejando el paraje solo con las paredes”. A partir de ese momento, no debía
enterrarse a los católicos en esos “lugares profanados”, por lo que no se debía
asistir con la cruz ni el clero parroquial a la conducción al cementerio, “ni
aun caminar con dirección al mismo sino hasta larga distancia”. Es decir la
cruz y los sacerdotes acompañarían los cadáveres de los católicos hasta una
distancia del cementerio y a partir de ahí abandonarían la comitiva. La
disposición del prelado gaditano llegaba tan lejos como para ordenar que, a
partir de su publicación, los párrocos que estuvieran en el caso de haberse
practicado entierros de no católicos en los cementerios de sus localidades,
procedieran con las limosnas de los fieles o con los medios disponibles, a
“formar otro cementerio en que pueda la Iglesia depositar en paz los restos de
sus hijos”[2].
De
haberse llevado adelante lo ordenado por fray Félix, y de haber obedecido todos
los Ayuntamientos de la Diócesis la circular de Sagasta, las instrucciones del
prelado habrían facilitado una secularización de los cementerios católicos
propiciada, indirectamente, por los representantes de la Iglesia, al retirarse
por orden suya las cruces y demás signos y no volver a entrar un sacerdote en
dichos recintos. Pero, al menos en el cementerio municipal de Cádiz, no ocurrió
así, pues, como se ha comprobado, ya se habían practicado entierros de
protestantes y no por ello se retiró signo católico alguno a partir de las
instrucciones del obispo.
La
resistencia de fray Félix y sus instrucciones a los párrocos llevaron al
gobernador civil a publicar una circular el Boletín Oficial de la Provincia de Cádiz,
previniendo a los alcaldes que, “no obstante las prevenciones del Ilmo. Sr.
obispo”, hicieran “cumplir bajo su más estrecha responsabilidad” la real orden
y circular de 16 de julio. El gobernador recordaba que los cadáveres debían
enterrarse dentro de los cementerios municipales, pero el Municipio gaditano se
mantuvo firme con su decisión de establecer una cerca “provisional” fuera de
su cementerio.
Los católicos gaditanos más favorables a las ideas de fray Félix
apoyaron desde la prensa conservadora sus instrucciones sobre el enterramiento
de no católicos en los cementerios municipales, compartiendo su opinión de que
esta circunstancia obligaba a retirar de ellos los signos de la religión
católica e impedía el entierro de sus fieles, al quedar estos lugares en
profanados. El Comercio defendía que, independientemente
de la propiedad de los cementerios, la autoridad exclusiva en materia de
entierros católicos era el obispo. Si este había consignado que los cementerios
dejaban de tener carácter sagrado desde el momento en que se enterrase un
sectario o enemigo de la Iglesia católica, era una decisión que no se podía discutir. De esa manera, la
circular del día 16 de julio hacía que los católicos se vieran obligados, según
el periódico, a ser enterrados “como se entierra un perro”[3], apreciación que
nunca hizo sobre los protestantes que se enterraban en la playa.
En Cádiz, a pesar de haberse inhumado algunos protestantes
por imposición del juez de Santa Cruz, no se cumplieron las instrucciones del
obispo. Ya se ha dicho que no se retiraron los signos de la religión católica;
tampoco se dejó de enterrar a sus fieles. Como las inhumaciones de protestantes
habían tenido lugar antes de la circular de Sagasta, y desde abril de 1871 el alcalde Valverde había habilitado un lugar “provisional” para herejes y ateos fuera del
cementerio municipal, parece que la autoridad eclesiástica no se dio por
enterada de que el cementerio había sido “profanado”.
[1] Inserta en El Comercio, núms. 9978 y
9979, 20 y 21 de septiembre de 1871.
[2] Publicado en El Comercio, núm. 9977,
19 de septiembre de 1871.
[3] Ibídem, núm. 9988, 30 de septiembre
de 1871.
VÉASE MI ARTÍCULO (PDF):
http://e-spacio.uned.es/fez/eserv/bibliuned:ETFSerieV-2012-24-6065/Documento.pdf
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